Ayes Tortosa

El Kiosko de los Tebeos

Recuerdo que mi infancia se sostenía en unos pocos pilares muy elementales, y se centraba en una rutina que le daba una gran solidez a mi vida.

Y en medio de esa sensata organización, que agradezco particularmente a mi abuelo y a mis tres abuelas (mi tía abuela Carmen, que no tenía hijos, fue la principal),            yo disponía  de un tiempo y un espacio para poner en orden mi caos, para desarrollar mi individualidad e incluso para aburrirme, (qué gran detonante de la imaginación es el aburrimiento).

Todo esto sucedía principalmente en ese espacio que es patrimonio exclusivo de la infancia, me refiero a las vacaciones de verano. (En el mundo de los adultos, si acaso podemos llamarle veraneo).  Yo las pasaba en Almería, en casa de mis abuelos, y la organización era bien sencilla: por la mañana al levantarse ayudar un poco en las tareas de la casa (qué grandes nos han parecido siempre las casas de los abuelos, aunque sean pequeñas) Si daba tiempo, comprar unos recortables en la librería que había dos o tres casas más arriba. Luego a esperar a la madrina (mi tía abuela Carmen), que nos montaba como podía, con flotadores incluidos, a mi hermana y a mí, en una especie de “guagua caribeña”, y nos llevaba a darnos un baño en la Playa de Zapillo (la madrina decía que teníamos que darnos veintitrés baños al año, ni uno más ni uno menos, aún no he descubierto la razón). Y vuelta a casa, comer (¡ay qué boladillos de todo tipo y qué boquerones “en gabardina nos hacía mi abuela!). Y luego, espacio de siesta, de reposar la comida, para hacer tiempo hasta la hora del paseo, o lo que es lo mismo (maravilla de las maravillas), tiempo de hacer lo que a uno le diera la gana. Fue en ese tiempo y en ese espacio, donde leí mis primeros libros, refugiada en el despacho del abuelo. No había muchos libros (en esa época no se editaban tantos libros como ahora, y mi familia no tenía una gran biblioteca), pero cómo amé y leí todos los tomos encuadernados en rojo y con un papel finísimo, casi de seda, de la colección de Julio Verne, que había comprado mi abuelo, y sus selecciones del “Reader Digest”, a los que estaba suscrito. Más adelante y, como es natural, iría descubriendo nuevos libros y autores. Pero aquellos primeros libros, jamás los olvidaré. Creo que es importante aclarar que no había televisor (tuve el privilegio, de no ver la televisión hasta los doces años).

Y llegó la hora del paseo por El Paseo (valga la redundancia), hasta el Puerto. Al salir, lo primero era ¡comprarnos un tebeo!, a mis hermanos y a mí, en el kiosko de la esquina. Sí, se llamaban así: “Tebeos” (los de mi generación lo recuerdan). Con sus historias de la Familia Cebolleta, de Carpanta, de doña Urraca, de don Ángel Sí Señor, del negrito “Sí Woana” (aún no había llegado la ola de lo políticamente correcto). Más tarde vendría los magníficos “Mortadelos y Filemones de Ibañez”, pero aquellos tebeos fueron los primeros. Luego una paradita para jugar en el “Círculo Mercantil”, mientras los mayores tomaban un café o leían el periódico. Y a casa…

Bueno, así dicho puede sonar un tanto simple (entre medias siempre hay más asuntos), pero básicamente estos eran los pilares que “en mi recuerdo”, sostenían los veranos de mi infancia. Sé que los que podáis estar leyendo esto recordaréis también los vuestros (los que vuestro filtro de la memoria ha querido que recordéis). Cómo también sé que los pilares de mis hijos han sido diferentes y los de mis nietos serán diferentes a los de mis hijos. Es así, no hay más vueltas.

Pero no puedo dejar de pensar que hoy día hay múltiples pantallas que multiplican las opciones de los niños (y de los adultos). Al  lado de tantas posibilidades (de tantos pilares), un kiosko, un solo kiosko de tebeos, en una esquina del Paseo, puede parecer una opción muy pobre. Como puede parecer pobre también la opción de unos pocos títulos de libros, leídos a la hora de la siesta.

Pero yo recuerdo uno a uno, aquellos pocos libros de los que dispuse. Y recuerdo también cómo era el tacto de sus páginas, y como sonaban al pasarlas. Y no se me puede olvidar la luz que se filtraba a través del balcón (esa intensa luz mediterránea, que siempre ha orientado mi vida), y cómo olían las maderas del despacho del abuelo. Y recuerdo con fuerza, por encima de muchos de los recuerdos de mi infancia, aquellos momentos en soledad con un libro entre mis manos…

Un mundo multiplicado de pantallas, bombardeado con una información de tal   cuantía, que se hace difícil de filtrar, ¿arrastrará también la riqueza de esos “pocos” recuerdos? No lo sé, como diría Groucho Marx “traedme un niño de cinco años” (incluso un poco mayor), que nos lo explique.

Tengo la esperanza, y estoy casi segura, de que sabrá quedarse con lo esencial.  

                                                                                               Ayes Tortosa

                                                                                               Otoño-2018

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